Había una vez un pequeño pueblo rodeado por un espeso bosque, conocido por los lugareños como el Bosque de los Susurros. Nadie sabía de dónde venían esos susurros, pero todos coincidían en algo: siempre se oían al caer la noche, como si los árboles conversaran entre sí.
En ese pueblo vivía Amelia, una niña curiosa y valiente que siempre había sentido una extraña conexión con el bosque. Mientras los demás evitaban adentrarse en él, Amelia sentía que algo la llamaba desde su interior, algo que necesitaba ser descubierto.
Una tarde, mientras jugaba cerca de la orilla del río, Amelia encontró un sendero oculto entre las ramas de los árboles. El sendero no estaba marcado en ningún mapa y nadie en el pueblo jamás le había hablado de él. Con el corazón acelerado, decidió seguirlo, dejando atrás la seguridad de su hogar.
A medida que avanzaba, los susurros se hicieron más claros, como si las voces le hablaran directamente al oído. A veces, las palabras eran incomprensibles, otras veces solo escuchaba su nombre repetido una y otra vez. “Amelia... Amelia...”
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