En mi familia estamos mis padres y yo. No tengo hermanos. Y si miro hacia
atrás, la familia se reduce aún más: por parte de padre no me quedan abuelos.
Mi abuelo murió en un accidente de coche cuando mi padre tenía solo cinco
años, así que nunca llegué a conocerle. Mi abuela paterna falleció hace tres
años y su pérdida fue especialmente dolorosa. Por parte de madre, aún viven
mis abuelos, pero las cosas tampoco son fáciles. Mi abuelo tiene demencia y
alzhéimer. Ya ni me reconoce. Está perdiéndose poco a poco, y nosotros le
vamos perdiendo también, sin poder hacer nada. Mi abuela, su mujer, es quien
lo cuida, además de a mi tía, que tiene una discapacidad mental. Ella lo da todo
por los demás, como una especie de heroína silenciosa, aunque muchas veces
parezca una esclava de las circunstancias.
Perder a los que queremos (aunque todavía estén vivos, pero ya no estén
como antes) duele. Es una especie de vacío que cuesta entender. Por eso, con
el tiempo, me he dado cuenta de lo importante que es valorar a las personas
mientras las tenemos cerca. Decirles lo que sentimos, escucharlas, cuidarlas.
Porque el tiempo no avisa. Porque a veces solo nos queda el recuerdo.
Sin embargo, no todo es tristeza. Hay algo que he descubierto con los años, y
es que la familia no siempre tiene que ser de sangre. A veces, hay personas
que llegan a nuestra vida y se convierten en algo igual de fuerte o incluso más.
Amigos del instituto que se convierten en hermanos. Vecinos que se convierten
en abuelos, como mi vecina del segundo, que siempre está ahí para mí.
Amigos de mis padres que siento como tíos, aunque no lo sean. A esa gente
no la heredas, la eliges. Y ellos también te eligen a ti.
Y eso, al final, es otra forma de familia. Una que no viene impuesta, sino que se
construye con cariño, tiempo y confianza. Aunque la vida te quite a unos,
también te da a otros. Y aunque duela perder, también hay alegría en
encontrar.
Nicolás
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