Tenía grietas. No se veían a simple vista, pero estaban ahí. Algunas venían de palabras que no debieron decirse, otras de silencios que dolieron más. Había aprendido a ocultarlas con sonrisas y respuestas automáticas.
Un día, sin planearlo, se cruzó con alguien que también tenía grietas. No lo sabían al principio. Se hablaban con cuidado, como si caminaran sobre cristales. Uno hablaba poco, el otro fingía reír mucho. Se medían. Se protegían.
Pero con el tiempo, algo curioso ocurrió: comenzaron a escucharse de verdad. No como se escucha por cortesía, sino como se escucha con el pecho, con los ojos, con la espalda doblada del que carga lo suyo pero se detiene por otro.
No se preguntaron por qué estaban rotos. Solo se ofrecieron compañía mientras cada uno reparaba lo que podía. Algunas grietas sanaron. Otras no. Pero dejaron de doler tanto. Porque cuando alguien se sienta a tu lado, sin intentar taparte las grietas, el frío entra menos.
Descubrieron que la amistad no es perfecta ni ruidosa. A veces es torpe. A veces llega tarde. Pero es verdadera cuando no necesita disfrazarse. Cuando dice “estoy aquí”, incluso cuando no hay nada que decir.
Y aunque el mundo les exigía ser fuertes, en ese espacio compartido podían ser reales. Con errores, con dudas, con miedo… pero juntos.
Porque al final, no se trata de encontrar a alguien que te cure, sino a alguien que se quede, incluso si no sanas del todo.
Elsa, Karla y Graciela
No hay comentarios:
Publicar un comentario