Éramos cuatro, sentados en un banco del parque, hablando de todo y de nada, como
siempre. Hugo decía que la amistad era como una planta: si no la riegas, se muere. Javi, con
su tono más directo, soltó que un verdadero amigo es el que se queda cuando te rompes por
dentro. Yeray, medio en broma medio en serio, dijo que los amigos son como los memes: los
buenos no se olvidan nunca. Y yo, mientras los escuchaba, pensaba en lo afortunados que
éramos de tenernos.
La amistad no se mide por los años, sino por los momentos. Por las veces que uno de
nosotros ha sabido que el otro no estaba bien solo con una mirada. Por los silencios
compartidos sin incomodidad. Por las locuras que hicimos juntos y las veces que nos
cubrimos las espaldas sin dudarlo. Y aunque cada uno tiene su forma de expresarlo,
sabemos que estamos ahí, pase lo que pase.
Hemos crecido en un mundo que corre demasiado, donde es más fácil mandar un mensaje
que quedar en persona. Las redes sociales nos dan la ilusión de estar conectados, pero a
veces sentimos que estamos más lejos que nunca. Vemos las historias de los demás, los
grupos llenos de emojis, las conversaciones que se apagan rápido. Y sin embargo, cuando
nos juntamos de verdad, sin pantallas, todo vuelve a tener sentido.
Las redes nos ayudan a mantener el contacto, sí. Pero la amistad de verdad no se construye
con likes ni se mide en seguidores. Se construye con tiempo, con sinceridad, con confianza.
Con esas risas que te duelen la barriga, con esas charlas profundas de madrugada, con ese
simple “estoy aquí” que cambia un mal día.
Nosotros no somos perfectos, discutimos, a veces nos distanciamos. Pero volvemos. Porque
en el fondo sabemos que la amistad, la de verdad, no necesita explicación. Solo necesita que
estemos. Y nosotros, Hugo, Javi, Yeray y yo, estamos.
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